Eco en la Eternidad
ANIVERSARIO LUCTUOSO DE GILBERTO “GILILLO” VILLARREAL (26/Dec/1926 – 05/Ago/2020)
Recuerdo como si fuera ayer el día en que estábamos ambos parados frente a tu casa en la Calle Cristóbal Colón, regando tus plantas y barriendo la banqueta. Como era de esperarse, no pasó mucho tiempo antes de que llegara alguien a saludarte. La escena era muy común: en todos los años en que recorrimos contigo las viejas calles del Centro de Culiacán, habían siempre quienes hicieran una pausa en sus vidas para estrechar tu mano y recordarte tus grandes hazañas como beisbolista profesional. Tus ojos se encendían mientras compartías con ellos tus muchos bellos recuerdos en una charla que se extendía indefinidamente en el tiempo.
Era el verano de 1993. Yo tenía 11 años y tú, en tu plática, le confesaste a tu admirador que tenías 67. – ¡67 años…! –, me dije a mí mismo. Para un niño que creía saber todo y que en realidad nada sabía, tu edad me pareció muy avanzada. Esto a pesar de que las líneas en tu rostro moreno eran evidencia de una historia muy particular: mientras los semblantes de muchos de tus coetáneos se habían transformado en la casa donde habitaban las angustias, los sufrimientos, los arrepentimientos y los achaques, las profundas líneas de tu sonrisa y las patas de gallo dibujadas en el borde externo de tus ojos eran testimonio de una vida plena, llena de extraordinarios momentos coronados con grandes triunfos y alegrías.
Pero el miedo de perderte germinó en mí en ese instante y en ese lugar. Lo recuerdo bien, pues con él crecí toda mi vida. Por ello es que, creyendo que Dios estaba a mi servicio por ser buen cristiano, decidí negociar con Él: le prometí pasar un año sin ver televisión – tremendo sacrificio para todo niño de esa edad y de esa época – a cambio de que Él me prestara a mi “papá viejo” hasta que yo cumpliera 41 años. No era mal trato. Calculaba yo que era esa una edad aceptable para sobrellevar tu ausencia, pues para entonces yo tendría mis propios hijos y eso de alguna manera, pensaba yo, amortiguaría mi dolor. Cumplí cabalmente con mi parte del arreglo. Pero al final el Señor me salió debiendo dos años y los dos niños pequeños que hoy tengo no fueron suficientes para hacer tu partida menos difícil. Tampoco creo que un tercero o un cuarto hubieran marcado la diferencia.
Hoy hace un año que “Gilillo” Villarreal emprendió el viaje sin retorno. Fue de repente. Al recibir la llamada, sentí cómo el piso me tragaba. Desesperado, quise salir corriendo de mi casa, como si tratara de perseguir en el viento a las palabras con las que mi mamá me había comunicado la noticia: “tu papá dejó de respirar”. Fuerte y sano como un roble, tuvo que venir un extraño virus de un país lejano para abatir tu cuerpo y extinguir la ardiente llama de tu existencia. Todas las precauciones de este mundo resultaron insuficientes y el terrible enemigo se había colado en tu hogar, infectando a todos sus habitantes. Triste fue también que la crisis sanitaria impidiera que se te diera el último adiós como sólo hombres como tú se merecen. A tu velorio sólo asistieron 7. Yo ni siquiera estuve presente.
Desde que te fuiste, el invierno llegó a nuestras vidas y el sol dejó de salir. Tu partida nos cambió el semblante y nos nubló el espíritu. Ya no somos quienes antes éramos. La tristeza es hoy aguda e intermitente: viene en olas y nos arrastra como la marea. Hay días en que es difícil respirar. Yo mismo me convertí en uno de esos viejos de los que hice mención antes. Las pequeñas alegrías que ofrece la vida se sienten hoy como una traición y los días de fiesta y aniversarios ya no saben igual. Pesan. Nos haces mucha falta.
No somos eternos, aún cuando vivimos como si lo fuéramos. Nuestra muerte y la de nuestros seres queridos es para nosotros inconcebible y la rechazamos de formas distintas. En vano nos escondemos de ella, la ocultamos de nuestros hijos y la enterramos junto con nuestros difuntos. Pero aún cuando el mundo occidental nos dice que la muerte es definitiva, tú nunca te fuiste del todo. No te fuiste del todo, porque no sólo vives en nuestras lágrimas, sino también en nuestras sonrisas. No te fuiste del todo, pues hay veces que te miro del otro lado del espejo, o en el rostro alegre que me sonríe al cerrar mis ojos, o en la ternura del abrazo que siento mientras duermo. No te fuiste del todo, pues cada vez que afrontamos con valentía las dificultades de la vida, despierta en nosotros el espíritu del padre ancestral que depositaste en nuestro ser. No te fuiste del todo, porque con tu carácter, con tu temple y con tus sacrificios moldeaste un pedazo de este mundo al cual hoy pertenecemos. Lo hiciste un mejor lugar del que te dieron cuando llegaste.
El duelo es evidencia del amor. Quizás la mas contundente de todas. La tristeza que hoy sentimos es prueba innegable de que tu fugaz paso por este mundo bien valió la pena. Por todo esto y por mucho más atesoraremos por siempre tu memoria. Tus pisadas harán siempre eco en la eternidad. Te recuerdo y te celebro en este día, mismo que marca exactamente un año en que te fuiste, pero en realidad no te fuiste del todo.