Misión


– ‘¡Reloj, detén tu camino!’ – me decía a mí mismo mientras mi cuerpo, aún adormecido, se retorcía sobre la cama en posición fetal al escuchar el intrusivo sonido de la alarma del despertador. Su intermitencia anunciaba el arribo de las seis de la mañana. A través de la cortina se filtraban ya los primeros rayos del alba, bañando con su luz a toda la habitación. Miré de reojo y alcancé a ver a mi hermano, aún inmóvil en su cama. Ni el ruido ni la luz lo habían despertado. Nada nunca lo hacía despertar. Era el primer sábado de las vacaciones del verano de 1991. – ¿Habrán otros niños en Culiacán que tengan que despertarse hoy tan temprano…? –, me preguntaba a mí mismo, aún soñoliento. De un manotazo apagué el aparato y la alcoba volvió a sumergirse en un absoluto silencio. Pero eso ya no importaba. No faltaba mucho para que él llegara, asomándose por el marco de la puerta para levantarnos. Nunca fallaba. Siempre a la misma hora.

En sólo unos cuantos minutos, el breve silencio volvió a ser interrumpido. Esta vez por el sonar de las llaves abriendo la puerta principal de la casa, segundado por un golpe seco al cerrarse ésta. Unas pisadas lentas pero firmes se oían por la escalera hasta llegar al pasillo que conducía a nuestra alcoba. Luego una voz tan distintiva preguntando: – ¿Ya están listos…? ¡Mta… todavía ni se levantan estas gentes! ¡…Ya despiértense porque más tarde va a pegar más recio el sol! –. Refunfuñando, mi hermano y yo nos pusimos de pie de inmediato. Nos tomó unos treinta minutos arreglarnos y recoger nuestras cosas.

Bajamos por la escalera y lo encontramos ahí, sentado en la sala, golpeteando con los dedos de su mano izquierda el brazo del sillón mientras observaba nerviosamente el rítmico caminar de las manecillas de su reloj. Se nos había hecho tarde. Su cabeza, blanqueda por las canas que se asomaban tímidamente bajo su gorra azul, se alzó para echarnos un vistazo por su ojo bueno. – ¿Ya nos vamos…? –. Llené con agua mi termo del Demonio de Tasmania que me había ganado en la promoción de la Pepsi ese año y salimos de la casa, recorriendo la cochera hasta llegar a su ‘Guayina’, que estaba estacionada en la entrada. Depositamos nuestras cosas en la cajuela de la camioneta, repleta de bats y pelotas. Con tres rechinidos de la manija cerramos la reja de la cochera, asegurándola con el candado.

“Me sobra juventud… Me muero por vivir… Pero me faltas tú… Tengo todo excepto a ti…” se escuchaba en la estación 103.3 de la radio en el vehículo, mismo que con gran lentitud se dirigía desde la colonia La Campiña hacia Ciudad Universitaria, donde él por muchos años fuera Jefe de la Rama de Béisbol de la UAS. Al llegar a la entrada, saludamos con un ademán al vigilante – uno más de sus miles de admiradores en todo Culiacán – y seguimos con nuestro camino. A lo lejos, acariciado por la luz del sol y bajo un cielo azul, se veía ya asomarse el campo de béisbol, mismo que más tarde llevaría el nombre de ‘Tomás “Piyuyo” Arroyo’ en honor a quien fuera su compañero y amigo por muchos años. Ninguno de nosotros nos imaginábamos entonces que el gran ‘Piyuyo’ habría de dejar este mundo unos dos años más tarde – seguido por muchos otros en esa década y en la siguiente –.

El aire fresco de la mañana y el olor a césped recién cortado llenaban nuestros pulmones de vida mientras hacíamos ejercicios de calentamiento, imitando cada uno de los movimientos de mi ‘papá viejo’ – nuestro entrenador personal por convicción –, quien estaba parado frente a nosotros. Con los brazos extendidos, dibujábamos círculos en el aire, diez veces hacia adelante y diez veces hacia atrás, seguidos por un movimiento rítmico de la cabeza, misma que giraba diez veces a mano izquierda y otras diez veces en la dirección contraria. No había ningún músculo de nuestro cuerpo que no hubiera sido puesto en acción antes de colocarnos las manoplas doradas por el sol, cada una con nuestro seudónimo escrito con tinta negra indeleble: ‘Beto’, ‘Chiquis’ y ‘Gilillo’. Han pasado ya 30 años y aún puedo recordar el intenso olor de la piel de mi manopla color marrón en mi mano izquierda mientras mi ‘papá viejo’ la ajustaba correctamente.  

– ¡Más cortito el bat…! –, me decía mi ‘papá viejo’ mientras corregía mi postura a la hora de batear. – ¡Dobla más las piernas! –. Fallaba mucho, pero a veces lograba conectar uno que otro bien elevado. – ¡A primera, a primera! –, me gritaba con una sonrisa, mientras el bat de aluminio rebotaba al chocar con el suelo, emitiendo un sonido tan familiar y que sólo quienes hemos jugado béisbol reconocen. Corría yo tan rápido como podía hasta la primera base, sintiendo el crujir de la tierra bajo mis pies y el calor del sol sobre mi cabeza. Luego nos tocaba fildear. El sol de las 11 ya arreciaba y el polvo cubría mis tenis blancos. La ropa se manchaba del pasto verde al barrernos sobre los jardines – para desmayo de mi madre, quien con el paso de los años se había convertido en experta en sacar hasta las manchas más difíciles – mientras intentábamos capturar las pelotas salidas de su bat. Con cada cañonazo que él daba, se podía escuchar un profundo eco por todo el recinto, siendo sólo nosotros y las imperantes nubes testigos del momento. Llegaba la hora de tomar un descanso antes de regresar a casa. Sin más agua en mi termo, me dirigía siempre a la entrada del campo, donde había una manguera verde con la que se regaba el pasto exterior. Era el agua salida de ese grifo nuestra bebida deportiva oficial.

Así fueron todos aquellos sábados de entrenamiento de principios de los 90s, en lo que fuera para mi hermano y para mí nuestro campo de los sueños. Hermosos recuerdos que atesoraré por siempre en mi corazón. Y todo esto gracias a nuestro ‘papá viejo’, quien siempre nos dedicó esas preciosas mañanas de su vida para enseñarnos no sólo el amor por el Rey de los Deportes, sino el valor de la disciplina, la paciencia y la dedicación. De esta vida, uno sólo se lleva sus recuerdos, y él me obsequió muchos para llevarme conmigo. Ojalá yo pueda hacer lo mismo por mis hijos. 

”Hey, Dad,… wanna have a catch?” le dijo Ray Kinsella a su padre al final de la cinta ‘Field of Dreams’ (1989), protagonizada por Kevin Costner. En la película, Ray, movido por una misteriosa voz que una noche le susurra: “Si lo construyes, él vendrá”, se deshace de una gran parte del maizal de su granja en una región remota de Iowa para construir un campo de béisbol. Sin embargo, la obra está al borde de ocasionarle la ruina económica. Mientras Ray piensa una noche en desistir y volver a sembrar maíz en la parcela para así salvar su granja, su hija Karin le avisa de la presencia de un hombre parado en el terreno de juego. Se trata de ‘Shoeless Joe’ Jackson (16/Jul/1887 – 05/Dic/1951), quien no sólo fuera uno de los mejores bateadores de su época (.356 y el tercero mejor de la historia) – o uno de los ocho peloteros expulsados permanentemente de Grandes Ligas por su supuesta participación en el llamado ‘Escándalo de los White Sox’ –, sino también un personaje muy querido por el padre de Ray, quien muriera hacía tiempo y sin poder volver a ver a su hijo.

Los demás peloteros expulsados por Grandes Ligas – todos fallecidos hacía décadas, incluyendo a Jackson – emergen del maizal y comienzan a usar el campo de Ray para jugar. Al final de la película, ‘Shoeless Joe’ le revela a Ray que el joven receptor de su equipo es nada menos que su padre, John, y Ray obtiene la oportunidad de jugar con él una vez más como cuando él era un niño.

La cinta ha sido considerada como una de las mejores películas de béisbol de todos los tiempos, pues no sólo nos recuerda del vínculo tan importante que el béisbol produce entre los padres y sus hijos, sino que también nos muestra el poder que tiene el seguir un llamado – sin importar cómo o de dónde provenga éste –. Inspirado por una voz, Ray persigue el absurdo sueño de construir y mantener un campo de béisbol en medio de la nada – inclusive poniendo en riesgo el futuro económico de la familia de la cual él es responsable – para que los espíritus de viejos peloteros fallecidos puedan volver a jugar el deporte que tanto amaron. Lejos de la promesa de una gran recompensa económica – que sólo se alcanza a deslumbrar brevemente al final de la cinta –, Ray recibe la oportunidad de volver a ver a su padre, quien le pregunta: “¿Éste es el cielo?”. “No,” le responde Ray, “…es Iowa”.

Ha pasado ya una eternidad desde que la pandemia nos separó de mi ‘papá viejo’. Como antídoto para el gran dolor que ocasiona el vacío de su ausencia, me he dedicado a investigar y a escribir sobre su vida y sobre el béisbol de su época. En mi camino, he aprendido acerca de las vidas e historias de muchos de sus grandes amigos y compañeros, mismas que he plasmado cada semana y desde Junio de 2021 en el espacio que he titulado ‘Primer Bat’. Escribirla se ha convertido en mi llamado. A pesar del gran esfuerzo y del tiempo requeridos, pienso que vale la pena volver a contar todas estas historias. Quiero pensar que con cada anécdota beisbolera que escribo, logro – como Ray Kinsella –, que mi abuelo ‘Gilillo‘ y sus amigos puedan jugar una vez más aquel deporte que tanto amaron en el campo de los sueños de mi creación. Seguiré escribiendo de béisbol hasta que ya no me quede nada más qué contar.



Dr. Enrique García Villarreal
26 de Diciembre de 2021